De ovillarse y desovillarse

Hay tardes en las que me ovillo durante un rato. Junto a mi gata, si es que ella ha elegido también el sofá. Suele coincidir con el comienzo del otoño. Pero no es una regla demasiado fija. Es verdad que sucede casi siempre que me tropiezo con una piedra de las de corazón (en el de alguien o en el mío; los corazones se parecen bastante cuando se trata de estados pétreos). Las piedras del corazón son un poco como las de los riñones o las de la vesícula. Pero más duras. Y cuentan historias. Dan también, a veces, unos cólicos tremendos. Y a menudo se intentan expulsar procurando hacer daño al otro.

Es también cierto que, en ciertas ocasiones, suelo acabar desovillándome al poco rato si la gata está al lado. Mi postura suscita su curiosidad y he de cesar necesariamente de cavilar sobre las historias que cuentan las piedras porque termino no soportando las cosquillas que me hace con los bigotes. Entonces se me puede ocurrir llamar a Lupe. Que sabe mucho de piedras. Eso se nota. Aunque no necesariamente hable de ellas. Y entonces me propone venir a cenar. Ella trae el pescaíto y yo pongo el vino y la ensalada multicolor (alardeo de que es mi especialidad porque no sé hacer muchas otras cosas, la verdad). No es algo que convierta ni las penas ni las piedras en arenilla. Pero alivia bastante.

Comentarios

  1. Y tanto que funciona!!!
    Me has recordado a Rosa que también sabía mucho de piedras.
    Abrazos

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